Por : Fernández Romero, Francisco
“Nunca conocí a
quien se hubiese llevado
un porrazo.
Todos mis conocidos
han sido
campeones en todo.
Y yo, tantas veces
sucio, tantas veces cerdo,
Tantas veces vil...
¡Estoy harto de
semidioses!
¿En dónde es que
hay gente en el mundo?...”
(Fernando
Pessoa. Poeta Portugués).
Te Equivocarás.
Originalmente
pensé un título diferente para estas reflexiones. Se llamarían: “Compendio de
Mis Dudas, Errores y Equivocaciones en Psicoterapia. Primera de setenta y
cuatro partes”.
No esperaba
escribir las setenta y tres partes restantes (ni encontraría quien quisiera
leerlas), pero seguramente hallaría material suficiente para hacerlo. Lo que
quiero decir es que se me da bien eso de dudar, equivocarme y tener
errores. Con frecuencia dudo de si mi trabajo está siendo útil al otro, si
cierta intervención fue hecha con bases claras o desde mis dudas. A veces me he
preguntado si realmente sirvo para esto.
Escribo también
pensando en mis alumnos de Psicoterapia que tantas veces veo detenidos por
temor a equivocarse frente a sus pacientes o porque no tienen certeza de hacia
donde seguir.
¿Hay terapeutas
que no se equivoquen, que no duden, que no se detengan porque el siguiente paso
aún es borroso o desconocido?, ¿hay terapeutas infalibles?, y sobre todo: ¿me acercaría
a un terapeuta así?
Sinceramente
creo que no. ¿Cómo compartir mi debilidad, mis miedos, mis deseos oscuros con
quien aparenta perfección, sabiduría, invulnerabi-lidad?
Creo que un
terapeuta así me diría –aún sin palabras- que lo que soy no es suficiente, que
solo lo sería en la medida que me acerque a esa imagen impecable. La
advertencia que nos hace Robine acerca de la vergüenza me resulta contundente:
“Imaginaos hasta que punto es extremadamente fácil para un terapeuta,
para un supervisor, para un formador colocar a quien está acompañando en una
situación de vergüenza dirigiéndole implícitamente el mensaje de que sería
mejor ser otro distinto de quien es” (Robine, 2006 p.36)
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(*) Francisco
Fernández Romero.
Licenciado en Pedagogía. Psicoterapeuta Gestalt individual y de grupo.
Especialista en Sexología Clínica, Sexología Educativa.
Hoy sé que
varias de las experiencias más significativas vividas con mis terapeutas han
surgido a raíz de descubrirlos falibles, de verlos dudar y de que me fueran
evidentes sus heridas.
¡De modo que tú
también! ... eso he pensado ante su fragilidad. No es que no supiera que tenían
errores... lo sabía, pero eso no podía compararse con el hecho de mirarlos ante
mí. Tú también. Entonces eres como yo. Y si ante mí aparece tu vulnerabilidad,
entonces puedo mostrar la mía sin miedo a ser menos ante tus ojos, sin
avergonzarme.
Creo incluso,
que solo hasta que vi las heridas y los titubeos de mi terapeuta fue que pude
acercarme realmente y mostrarme de verdad.
Recuerdo ahora
mi trabajo con Alma, una paciente con quien empezaba a construir nuestra
relación. Aquella sesión me habló de su autoexigencia y de su cansancio. La
invité a poner atención a sus sensaciones y sentimientos al contarme aquello.
“Lo que encuentro aquí dentro es un basurero”, me dijo. Esas palabras me
impactaron, sentí un vacío en la boca del estómago, puse atención.
“Cuando te
escucho hablar así de ti –le dije- me enojo. Y en seguida siento ganas de
alejarme”, y diciéndolo puse más distancia entre ella y yo. Justo
entonces me di cuenta de lo que le pasaba con mis palabras. Vi sus ojos
humedecerse y su barbilla temblar... y en ese momento supe que lo que acababa
de decir no le servía de nada, todo lo contrario: la avergonzaba y confirmaba
que su experiencia estaba mal. Lo que yo experimenté, el enojo y las ganas de
distanciarme, no era falso, pero fui sumamente torpe al expresarlo así. Y logré
justo lo contrario a lo que quería.
Nos alejábamos,
lo sentí claramente. Lo que habíamos logrado construir hasta ese momento se
tambaleaba. Casi podía percibir que el delgado hilo que nos unía estaba por
romperse.
Entonces decidí decirlo,
justo eso, tal como lo sentía: “Parece que estoy haciendo lo contrario de lo
que quisiera. Quiero acercarme a ti y me alejo. Quiero validarte y parece que
te descalifico. Fui muy torpe al decirte eso Alma, muy torpe”.
En ese instante
su mirada cambió, parecía asombrada. Nos quedamos en silencio un momento, sentí
calor en mi rostro, y esa suave vibración que reconozco cuando me acerco a la
frontera. Algo ocurrió. El resultado no deja de sorprenderme todavía: nos
acercamos como nunca antes, y a partir de ese momento construimos juntos una
relación de mayor intimidad y riesgo. Aún dudo si habríamos llegado a ese nivel
de cercanía si no me hubiera equivocado en aquella sesión. Creo que no.
De inmediato
pienso en Benjamin Zander, director de orquesta y maestro. Cuando uno de sus
alumnos se equivoca, se detiene, le hace ver el error y en seguida sonríe y
pregunta al grupo: “¿Saben cómo responder ante un error?... ¡Qué fascinante!”.
Yo estoy completamente seguro que como terapeuta he aprendido mucho más de mis
equivocaciones que de mis aciertos.
Ahora sé que no
hay manera de evitar equivocarme, así de simple. Ojalá ocurra cada vez
menos, pero ocurrirá más allá de mis conocimientos o experiencia. No quiero
olvidar que cuando eso pase me corresponde decirlo, sin ocultarme en
tecnicismos o en mis teorías, aquellas que, dice Antonio Sichera, puedo usar
“...casi como un arma que se desenfunda en el momento oportuno para hacer valer
una presunta superioridad en relación con el otro”. (Sichera, Antonio en
Spagnuolo, 2002 p.38)
Y confío que el
simple hecho de aceptarlo y decirlo me permita acercarme a mi paciente de una
forma más auténtica y transparente.
Más aún, cuando
me equivoco como terapeuta y lo digo, estoy siendo terapéutico,
estoy diciendo que en este espacio que co-creamos es válido errar, que eso no
nos hace menos y que a pesar de esos errores -o quizá por ellos- podemos
encontrarnos. Estoy diciendo que tenemos derecho a ser como somos.
“Cuando se está
presente se acepta ser visto tal y como se es (...) Se renuncia a la necesidad
de gustar, de parecer.
...Estar
presente es sentirse a la vez poderoso e impotente: poderoso en el sentido que
se tiene fe en la capacidad de ayudar al paciente, impotente porque se sienten
los límites frente al otro que está ante uno” (Schoch de Neufron, 2000 p. 106)
Sin duda, hacer
terapia es hacernos más conscientes de nuestros límites personales. Alguna vez,
conversando con una amiga terapeuta de otra corriente me decía lo “peligroso”
de que muchas personas se hagan terapeutas para compensar sus carencias y
llenar sus vacíos.
Me queda claro
que efectivamente sería riesgoso que fuéramos terapeutas solo por esa razón y
nos olvidáramos del otro, del paciente que está frente a mí. Sin embargo
también me pregunto si hay otra forma de ser terapeutas que no sea desde
nuestras carencias y vacíos. No lo creo. Al menos en mi caso, una de las
razones que me hacen serlo es compensar estos huecos personales. Así soy, así
llegué a este camino. Y es verdad: al hacer terapia sano mis
propias heridas. No encuentro otro modo de hacerlo.
Me asumo como
una persona sumamente aislada, con una enorme tendencia a retroflectar, a
detenerme. Y me doy cuenta que mientras estoy dando terapia puedo salir de este
aislamiento y retroflexión. O al menos lo intento constantemente. Posiblemente
no hay un lugar en donde hable más de mí y donde me exponga tanto como en mi
consultorio. Allí percibo con mucha claridad mis formas de detenerme y día a
día trato de enfrentarlas. ¡Dar terapia me sana!
No puedo ser
terapeuta sino desde mis carencias. Si para ser terapeuta debo esperar a no
tenerlas... sencillamente nunca lo seré.
Recuerdo las
palabras de un maestro, hace algunos años, cuando empezaba a hacer prácticas de
terapia sexual. Aunque habían pasado ya varias semanas, yo aún no tenía
pacientes. Sencillamente no me sentía preparado... temía equivocarme.
“O sea que no
tienes pacientes por miedo a equivocarte –me dijo-. Te voy a ahorrar la
incertidumbre: te equivocarás. Sin duda, te vas a
equivocar. Tarde o temprano te vas a equivocar. ¿Cuánto más vas a seguir
esperando?”
Y tenía razón:
me equivoqué. Me sigo equivocando.
Los terapeutas
nos equivocamos. Las personas nos equivocamos. Lo verdaderamente importante es
estar dispuesto a aceptarlo y decirlo. Y no quedar detenido en espera de una
infalibilidad que nunca llegará.
De nuevo recurro
a Benjamin Zander. En el video “Living On One Buttock” (Viviendo A Una Nalga),
pueden verse diferentes momentos de su trabajo como maestro, y siempre es
sorprendente cómo enfrenta los límites y errores de sus alumnos. Las
equivocaciones siempre son convertidas en oportunidad de aprender algo.
A una alumna que
toca el violín con inseguridad, le dice: “Tenemos dos personas en el
escenario: una de ellas toca el violín, la otra te susurra al oído: ‘no
practicas suficiente... ¿sabes cuántas personas tocan mejor que tú?... recuerda
que la última vez lo hiciste mal... lo vas a echar a perder otra vez’... –la
chica ríe y él la mira con ternura- Se trata de contribuir, ese es nuestro
trabajo (...) Contribuir con algo. ¿Lo harás mejor que el próximo violinista?
No sé ni me interesa. Porque nadie contribuye mejor que
otros. Eso es todo... ¿Ves como los rostros se iluminan cuando lo
digo?”
Eso es lo
conmovedor del trabajo de Zander: decir claramente a sus alumnos que cada uno
contribuye con lo que es. Y lo que somos incluye nuestras carencias, nuestros
vacíos, nuestras dudas y errores.
Más adelante, al
trabajar con Iva, una joven cantante, vuelve a ser enfático: “Sigue la voz de
Iva y sonará más poderosa que la que dice ‘No’. Porque la voz que dice
‘no’ en realidad no es interesante, solo repite: no... no... no... no. Pero la
de Iva dice así... –y Zander se pone a cantar-. ¿Qué voz escucharás?”
Y la cara de Iva
se ilumina.
Soy terapeuta
con mis errores y carencias. Me equivocaré. Te equivocarás. Esto soy. Esto
somos. ¿Sigo pensando que no es suficiente?
Muchas veces
siento ganas de contar a mis pacientes, a mis alumnos, a mí mismo, la
anécdota que recuerda Yalom:
“Cuando Ram Dass
se lamentó de que no se sentía preparado para partir debido a sus muchas fallas
e imperfecciones, su gurú se puso de pie y muy lenta y solemnemente dio una
vuelta alrededor, que concluyó con un pronunciamiento público: ‘No veo ninguna
imperfección’ (Yalom, 2002 p.35)
El Derecho a No
Saber.
Supongo que a
todos nos ocurre, pero encuentro que me ocurre aún más cuando intento trabajar
en la frontera de contacto, en ese espacio vivo y dinámico que es la relación:
doy un paso en el trabajo, luego otro y luego... no tengo idea de cómo seguir.
Mi paciente está allí, frente a mí, y yo en silencio ante esa experiencia
inquietante de no saber.
Me siento en
blanco, con la tentación de hacer un rápido repaso de todo lo que creo saber
sobre psicoterapia, de recorrer cada concepto aprendido, cada autor consultado.
Pareciera que el tiempo avanza más lento, y se hace casi tangible, como si
pudiera ser tocado.
Es también una
experiencia de vacío. Y es como si quisiera llenar ese vacío con mi propia
autoexigencia, con miedo a que mi imagen de “buen terapeuta” se resquebraje,
con prisa por salir de ese espacio-tiempo vacilante, con mis juicios y
proyecciones.
Sencillamente no
sé qué paso dar o hacia donde seguir. Seguramente te ha pasado, ¿verdad?
No es fácil.
Siento que el otro me espera impaciente, que estoy solo con mis preguntas y mi
vacío. ¿Qué hacer entonces? Me parece que la respuesta es más simple que lo que
parecería: esperar.
Sostenerme,
sostenernos en este no saber sin adelantarme y sin recurrir a soluciones artificiales.
Esperar no sabiendo, dejándonos sentir la tensión que impregna los
segundos. Esperar permitiéndonos habitar por un momento la experiencia del
vacío.
Esperar.
Porque si
partimos de una visión relacional, este ‘no saber’ no es solo el resultado de
la “incompetencia” del terapeuta (de mí incompetencia), sino una experiencia de
campo. ¿Es posible que este ‘no saber’ ser una co-creación del paciente y mía?
Y si es así, ¿para qué está entre nosotros? ¿qué dice este ‘no saber’ del
paciente, de mí, de nuestra relación? ¿qué nos decimos uno al otro con este
espacio en blanco, con esta tensión que se alarga?
Si no esperamos
corremos el riesgo de perdernos de esta verdad, que por incómoda que sea es lo
que está.
Esperar
entonces. ¿Qué? Nada. Más bien estar abiertos y receptivos a lo que desde allí
nazca.
“Somos
susceptibles a lo imprevisible. La transpasibilidad es esa capacidad infinita
de apertura, de quien está ahí ‘esperando, esperando, esperando nada” (Maldiney
en Robine, 2006, p.90)
Si esperamos
descubrimos que el vacío no es tal. De él surgen señales, sensaciones,
sentimientos.
Se trata de
permitirnos la espera para mirar. Mirar de nuevo pero desde un lugar distinto,
mirar el espacio entre nosotros, quitar mi atención
de las respuestas que no llegan y llevarla a todo lo que se despierta en mí
ante el hecho de no saber frente a ti. Esperar atendiendo juntos este ‘no
saber’ que es nuestra creación.
Esperar
pacientemente, teniendo en cuenta lo que tantas veces me recordaba mi
queridísima Carola Diduch: “el ritmo del alma es lento”.
Hay otras
posibilidades a mi alcance cuando no sé que hacer:
Poner atención a
lo no verbal. Observar con más calma lo que está sucediendo en el cuerpo de mi
paciente, aún los pequeños detalles, con una curiosidad renovada.
Poner atención a
lo que está pasando conmigo, a mis sensaciones y sentimientos surgiendo
aquí y ahora ante el paciente... y expresarlo.
Poner atención a
aquello a lo que no estoy atendiendo. Muchas veces me descubro dando vueltas
una y otra vez sobre lo mismo, en un aparente callejón sin salida. Entonces,
trato de llevar mi mirada a aquello que no he advertido hasta ese momento. Me
pregunto: ¿hacia dónde no estoy mirando? En muchas ocasiones esto me permite
renovar mi mirada y encontrar una posibilidad no contemplada hasta entonces.
Muchas veces me
enfrentaré a no saber. Doy un paso, doy el siguiente y luego... de nuevo no sé.
Y no saber también es mi derecho aunque a veces lo olvide, aunque a veces me
exija tener respuestas para todo y ver lo que no veo.
Eso: mi derecho.
El que quiero reconocerme y defender. Mi derecho a no ser perfecto, a no ser
infalible, a equivocarme.
Mi derecho a que
se me desanuden las agujetas a veces, a tener miedo al agua fría, a resfriarme,
a llorar en las películas cursis, a no saber leer mapas, a dejar la luz del
closet encendida cuando es de noche, a guardar un muñeco de la infancia, a
tener algún agujero en el calcetín, a olvidar dónde dejé las llaves. Mi derecho
a ser humano y, por lo mismo, a no saber.
Ah, por cierto...
somos dos.
Parece tan obvio
y sin embargo a veces lo olvido y quizá te ocurra lo mismo: en terapia Gestalt
somos, al menos, dos. No estoy solo en mi no saber, no tengo que encontrar
respuestas sin contar con el paciente. Doy un paso, luego otro, luego... no
tengo idea. ¡Pero hay alguien frente a mí!, hay otro que mira las cosas desde
su perspectiva, hay otro involucrado en esta experiencia que no es mía ni suya,
sino nuestra.
Cuando no sé qué
hacer puedo recurrir al otro. En terapia de grupo esto sucede con mucha
frecuencia: si el terapeuta no sabe cómo seguir, pregunta al grupo. Y
normalmente el grupo sabe. No tiene que ser distinto en la terapia individual
(que aunque llamamos individual nunca es de uno). Siempre puedo preguntar
a mi paciente hacia dónde seguir, qué paso toca, qué necesita de mí o de éste
espacio en cada momento.
¿Cuántas
preguntas nos hacemos los terapeutas frente al paciente?, ¿cuántas dudas acerca
de si lo que proponemos será útil?, ¿cuántos temores revelándose en la
relación?
¿Si digo lo que
siento le ayudaré, lo lastimaré, nos alejaremos, cambiará nuestra relación?,
¿Cómo reaccionaremos él y yo si doy este paso que ahora se me ocurre y que me
parece tan nuevo?
Trabajando con
Guy Pierre Tur en el grupo de supervisión aprendí que muchas de esas preguntas
que me hago como terapeuta a solas (el pensamiento autista del que nos habló
Carmen Vázquez en uno de sus talleres) o las que hago al supervisar, son
preguntas que podría hacer directamente a mi paciente. ¿Porqué
quedarme solo cuando frente a mí está quien muy posiblemente tiene una
respuesta? Y si no la tiene, ¿no es mejor explorarlo juntos ya que se trata de
algo nuestro?
¿Perdemos algo
al permitirnos no saber frente a nuestros pacientes?
Sí, sin duda:
perdemos nuestra posición de privilegio. Pero me parece que justo esto,
“Renunciar al poder del terapeuta, a la posición de saber y de dominio del
otro” (Robine, 2006 p.84) es un requisito si deseamos trabajar verdaderamente
en la relación, con todo el riesgo y toda la belleza que esto implica. O en
palabras de Frances Vaughan: “Para entrar en una dinámica relacional curativa
debemos confiar lo suficiente en una relación y arriesgarnos a quedar
indefensos" (Vaughan, 1991 p.271)
“... Donde Solo es
Real la Niebla”
Estoy trabajando
con Lucía, una paciente que lleva unas pocas sesiones conmigo. Viene con
una profunda experiencia de desamor: el hombre al que ama ahora está con otra
persona. Su dolor está totalmente presente. Ella quiere dejar de sentirlo ya y
yo le digo que quiero ser respetuoso y paciente con ese dolor que habla de lo
importante que es su amor. Avanzamos poco a poco, y en la medida que se
restablece aparece una nueva y profunda herida ligada al desamor: su total
desconfianza hacia los hombres.
“Ahora creo que
ningún hombre es totalmente confiable”, me dice.
Yo le recuerdo
que soy un hombre y que estoy allí, frente a ella. “Pero tú eres diferente”, me
asegura. Y yo... pienso en las muchas veces que no he cumplido mis promesas, en
las personas a quienes he lastimado aún amándolas, en las cosas importantes que
olvido, en...
Dudo en decirlo,
aunque sé que es verdad, que decir cualquier otra cosa sería mentirle, pero no
tengo la menor idea de hacia donde nos llevarán mis palabras. Se las digo:
“Pues soy un hombre, estoy ante ti y no soy, nunca he sido
totalmente confiable”.
Lucía se
sorprende. “Pero tu nunca lastimarías a alguien a quien quieres”, me dice y me
mira con algo que parece esperanza.
“Me gustaría
poder decirte eso –respondo- pero no es así. Algunas veces he lastimado a
quienes más amo, quizá muchas... y al decírtelo siento vergüenza.”
Me mira en
silencio. Me parece percibir desilusión en sus ojos, pero quizá no sea sino mi
proyección. ¿Qué sigue de un momento así?, ¿cómo será nuestra relación a partir
de este momento? ¿No hice lo contrario a lo que ella necesitaba? Me dice que no
confía más en los hombres ¡y yo respondo que no soy confiable! Y al momento de
decirlo, dudo si hice bien, y me doy cuenta que nuestra relación queda
suspendida en un espacio sin certezas en donde aparentemente nada es seguro ya.
La
incertidumbre.
Cada vez que la
siento y entro en ese espacio, recuerdo el poema de Octavio Paz que para mí
describe esa experiencia:
“Mis pasos en
esta calle
resuenan en otra calle
donde oigo mis pasos
pasar en esta
calle
donde sólo es real la
niebla”
(Paz, 1989 p.108)
Sencillamente no
creo que sea posible hacer un trabajo terapéutico en la frontera de
contacto sin atravesar por esta zona de niebla que es la incertidumbre.
Incertidumbre que quiere decir, no tener certezas.
¿Y cómo podría
tenerlas si nuestro encuentro está surgiendo, haciéndose en el momento mismo
que ocurre? Cada paso que doy abre la posibilidad a muchísimas posibles
reacciones y me lleva a un lugar totalmente nuevo.
Puedo saber
desde dónde parto, pero no hay forma de saber con certeza a donde llegaré.
Cuando digo a Lucía que no soy totalmente confiable sé que lo digo porque es la
experiencia que vivo en ese momento y porque creo que toca poner entre nosotros
lo que está sucediendo en mí. Pero eso no me hace saber hacia dónde llegaremos.
En el momento de decirlo doy un paso hacia la niebla.
No es posible
trabajar verdaderamente en la relación y saber con antelación lo que ocurrirá,
¡es contradictorio! Porque cualquier cosa que ocurra surgirá estando en el campo, no antes ni afuera. Más aún: lo
que ocurre no es resultado directo de lo que yo hago ni de lo que hace mi
cliente. Es la situación la que toma el mando, y esta es creada por ambos pero
no sólo por ambos, sino también por todo lo que aquí y ahora –lo sepamos o no-
configura el campo.
Lo dice Silvie
Schoch cuando habla de “... mi apertura a lo desconocido, mi propia fe en lo
que pudiera ocurrir de imprevisible. Mi capacidad para dejar ese espacio entre
nosotros, vacante, y para desposeerme de mi deseo de ser artífice de lo que
ocurre”. (Schoch de Neufron, 2000 p.137)
Y también
Antonio Sichera:
“La verdadera
experiencia no nos permite previsiones tranquilizadoras, nos toma y nos lleva:
la hacemos en cuanto ella nos hace (...) El terapeuta y el paciente, en el
momento en que aceptan la aventura del contacto y se ‘ponen en juego’, no
pueden pretender controlar la experiencia en su transcurrir: les supera y les
contiene, haciendo explotar sus intenciones y presuposiciones del inicio”
(Sichera en Spagnuolo, 2002 p.43)
Así me es mucho
más clara la idea de que el saber terapéutico se relaciona con la phrónesis (saber moral), en contraposición con epistéme (saber teórico) o téchne (saber técnico):
“Es distinto el
caso de la phrónesis (...) el hombre dotado de tal virtud (...) no sabe lo que
es justo hacer, salvo al vivir la práxis, porque el bien no es una norma
abstracta para aplicar, sino un criterio axiológico intrínseco a la situación
misma.” Y más adelante: “El saber del terapeuta no es, por lo tanto, una teoría
a aplicar sino un sentido a encontrar en la realidad” (Sichera en Spagnuolo,
2002 p.40)
El terapeuta no
sabe, no puede saber “lo que es justo hacer” fuera de la situación. El
sentido se encuentra en la realidad, no fuera de ella,
no en un plan preconcebido. Hace falta estar allí sin saber, sin mapas, sin
seguridades, porque solo en ese espacio-tiempo de niebla es posible construir
el paso siguiente.
Y es que soy mi
propio instrumento –eso que decimos tantas veces-, lo que significa que cuento
con lo que siento y soy para acompañar terapéuticamente al otro. Veo la
situación desde mi perspectiva, no puedo hacer otra cosa. “... ese
descubrimiento está articulado sobre mi propio trabajo de diferenciación, es
decir, lo que se ha convenido en llamar mi subjetividad, y que esta
subjetividad es incontestablemente emocional”. (Robine, 2006 p.85) Y por
ser emocional, nos recuerda Robine remitiéndose a Perls, Hefferline y Goodman,
es falible. Es así: soy mi instrumento. El instrumento con el que hago terapia
es humano y por lo tanto falible. ¿Cómo podría haber certezas con tal
instrumento?
Un trabajo
central en la terapia es crear una situación de urgencia de alta intensidad que
permita al paciente salir del ajuste neurótico que lo mantiene en situaciones
de urgencia de baja intensidad crónicas. Al aumentar la intensidad de la
urgencia, abrimos la posibilidad a que el paciente intente ajustes novedosos y
creativos. Se trata, dicen Perls, Hefferline y Goodman de... “Mantener la
situación controlable, pero no controlada: que sea sentida como segura ya que
el paciente ha llegado a un estado en donde es necesario inventar el ajuste requerido, en lugar de reprimirlo
de manera no deliberada” (PHG p.81)
Pero a veces
olvidamos que la situación de urgencia aumenta en intensidad no solo para el
paciente, sino también para el terapeuta. Cuando nos ponemos en el
trabajo, esa intensidad es experimentada en la propia piel. No puede ser de
otra forma porque como terapeuta formo parte de la situación, no estoy fuera de
ella.
“El self no
conoce por anticipado lo que va a inventar, ya que el conocimiento es la forma
de lo que ya se ha producido. Es cierto que el terapeuta tampoco lo sabe, ya
que no puede vivir el crecimiento en el lugar del otro; simplemente forma parte
del campo”. (PHG p.183)
La incertidumbre
es entonces un estado que compartimos el paciente y yo. Comprendo entonces las
palabras de Peter Philipson en el taller que impartió hace unos años: “En el
encuentro terapéutico –decía- deben haber al menos dos personas asustadas”.
En aquel taller
nos recordaba que un cierto nivel de ansiedad nos señala que en realidad
estamos trabajando. Si no hay ansiedad es muy posible que lo que hacemos con el
paciente es lo ya conocido, lo ya explorado, lo cómodo. La aparición de la
ansiedad nos avisa que nos acercamos a la novedad. Y se trata de que esa
ansiedad sea experimentada por ambos, paciente y terapeuta.
¿Qué tan
presente está ese nivel de ansiedad en mi trabajo?, ¿qué tan seguido me
permito caminar por la zona borrosa de la incertidumbre? Ahora pienso que si no
me ocurre con frecuencia, debería revisar si mi trabajo terapéutico realmente
se aproxima a la frontera.
Muchas veces veo
a los alumnos de psicoterapia deteniéndose en su trabajo porque no saben a
dónde llegarán. Están ante el paciente y quisieran vislumbrar el final de la
historia. La mayoría de las veces eso no es posible. Me parece que trabajando
en la frontera de contacto solo puedo ir paso a paso. Permanezco allí,
dejándome impactar por lo que sucede en la situación y entonces puedo proponer
el siguiente paso. ¡Sólo el siguiente paso!, porque luego de darlo, es posible
que vuelva a la incertidumbre. Un paso a la vez, y cada paso me lleva a un
momento nuevo desde el que tendré que crear el siguiente paso sin saber aún
hacia dónde llegaré finalmente.
Cuando intento
conocer anticipadamente el final de la historia, pierdo la energía y la
atención que requiero para lo verdaderamente importante: construir el siguiente
paso, sólo el siguiente.
Si decido
esperar a que no haya incertidumbre en mi trabajo, acabaré detenido
indefinidamente. Eso no ocurrirá. La única opción real es asumir la
incertidumbre y continuar caminando llevándola conmigo.
E incluso más:
la incertidumbre no es una consecuencia inevitable o un mal necesario en el
trabajo terapéutico. Por el contrario, en realidad, hacer terapia es llevar al
paciente, acompañándolo, hacia la incertidumbre.
Y al decir “acompañándolo” no me refiero a ser un espectador externo de su
caminar por la niebla, sino a entrar en la niebla con él.
Lo que hacemos
en terapia no es estabilizar las cosas sino lo contrario. Al entrar en la
niebla los caminos conocidos se desdibujan, los límites se hacen borrosos, la
función Ello se activa y el equilibrio se rompe. ¡Y de eso se trata!, porque en
el completo equilibrio no hay posibilidad de movimiento.
“Solo puede
producirse un ajuste cuando existe un desajuste, cuando hay un desequilibrio,
así que podríamos incluso preguntarnos si no sería mejor hablar de
desequilibrio creador, siendo el ajuste creador meramente la fase final de todo
un proceso de reconstrucción”. (Delacroix, 2004 p10)
Se trata de cultivar la incertidumbre, de abrazarla, porque solo desde
ella podemos crear posibilidades inéditas.
“Sólo situándose
en el diálogo con los elementos observados, sin buscar poder sino una relación
de intercambio, de cocreación, sin certeza acerca de lo que va a ocurrir, se
puede acceder a una forma de realidad distinta. Y esta realidad es nueva cada
vez... “ (Schoch de Neufron, 2000, p.105)
Lo seguro, lo
cierto, es sin duda más fácil, pero nos mantiene en lo que ya conocemos,
firmemente anclados en la función personalidad, congelados.
Permitirnos la
incertidumbre es soltar la cuerda que nos une a esa seguridad. Entonces surge
la posibilidad de ser creativos, de renovar la función Yo, de arriesgarnos a
crecer en la frontera y también a equivocarnos algunas veces y a ‘no saber’
muchas más.
“La
incertidumbre es el carácter de lo que no es conocido de antemano, de lo que no
puede ser objeto de conjeturas y que permanece, por lo tanto, abierto (...) la
incertidumbre puede abrir la situación. Para decirlo en palabras de Frank
Staemmler, terapeuta gestáltico alemán, la incertidumbre debe ser cultivada con
los diferentes sentidos que se puede atribuir a la palabra ‘cultivada’, cuidada
y llena de cultura” (Robine, 2006 p.86)
Lo repito para
mí, para no olvidarlo: cultivar la incertidumbre.
“El olvidado
asombro”.
Lo confirmo una
vez más: no es posible hacer terapia Gestalt trabajando en la frontera de
contacto sin atravesar por la incertidumbre. Puedo tener claridad del paso que
toca dar a continuación, pero en cuanto lo doy, la seguridad se desvanece y
vuelvo a enfrentrarme a la duda, a lo borroso e incierto.
Hoy creo que la
incertidumbre que experimentamos el paciente y yo es una buena señal. Me indica
que caminamos por una senda novedosa, que hemos dejado la zona conocida y que
paso a paso vamos explorando posibilidades hasta entonces negadas o evadidas.
La incertidumbre me confirma que me encuentro realmente con el otro y que ambos
vislumbra- mos la frontera. Vienen a mi mente las palabras de Fromm que leí
hace algunos años y que siguen emocionándome:
“Yo manifiesto a
mis pacientes que soy como una malla de seguridad. Ellos pueden atreverse a
andar de puntillas sobre esa red de alambre, por encima de lo desconocido, y
quedarse tranquilos: incluso si su miedo los hace resbalar y caer, lo único que
les sucederá es una serie de rebotes hasta que puedan ponerse en pie.
Pero ¿y yo? A medida que dejo de lado cada pieza gastada de la técnica y me
aventuro más lejos para descubrir los límites de mí mismo y de la terapia, el
paciente puede escandalizarse al ver que me acerco a esas alturas, desde la
otra punta de la red de seguridad. En esas instancias ambos podemos
preguntarnos: ¿Quién está tendiendo la red?” (Fromm en Kopp, 1999
P.34-35)
Yo no. Yo no
quiero estar sosteniendo la red –aunque muchas veces lo hago-. No quiero estar
a salvo como espectador mientras mi paciente se tambalea sobre el vacío a cada
paso. Quiero estar allá arriba, sintiendo la cuerda bajo mis pies, acaso
compartiendo el vértigo.
Quiero estar
allá porque sé que solo así es que puedo crecer, descubrirme, sanar mis
heridas.
No quiero estar
en mi consultorio repitiendo fórmulas prefabricadas –aunque a veces lo hago- y
repitiendo cien veces el mismo experimento como un mago viejo que hace una y
otra vez sus mismos trucos. No quiero certezas que me condenen al aburrimiento
y al hastío.
Es verdad que puedo
mantenerme en lo conocido. Mantendré mi status, mi posición de privilegio, me
mantendré siendo “el que sabe”, pero estaré solo en mi tarea, tendré que sacar
de la chistera experiencias que sirvan al paciente contando solo con mi
destreza. Lo haré a solas.
Si voy a la
frontera, si me permito dejar mi seguridad y cultivo la incertidumbre, perderé
mi lugar privilegiado, mi imagen impecable, pero estaré con el otro para atravesar la experiencia.
No seré yo “el
que sabe”, sino el otro y yo no sabiendo... y queriendo saber.
No estaré yo a
solas con mis certezas, sino el otro y yo con nuestra incertidumbre.
No estaré yo, a
solas, eligiendo cada paso, sino el otro y yo creándolo juntos, a
veces fallando.
Juntos. Juntos.
Juntos. Lo escribo y me dan ganas de que esa sola palabra bastara para ser un
poema: juntos.
Porque... “Sin
el otro, no se abre nada. Sin el otro, no existe nada. Sin el otro, el self no
existe: sin el otro, la expresión no existe; sin el otro, no existe la palabra”
(Robine, 2006 p. 70)
Y porque solo
con el otro y en la incertidumbre que provoca nuestro encuentro es posible
crecer y hacernos más humanos, que es, me parece, el sentido de la
psicoterapia. Para que ocurra aquello que dice Octavio Paz como yo no podría
decirlo:
“... por un
instante inmenso y vislumbramos
nuestra unidad
perdida, el desamparo
que es ser
hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el
pan, el sol, la muerte,
el olvidado
asombro de estar vivos”.
(Paz, 1989 p.94)
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DELACROIX, Jean
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Comentarios
Un tanto sorprendido de ver un artículo mío aquí...
Francisco Fernández